Miramos y sin embargo pocas veces nos detenemos a pensar por qué miramos como miramos, si nuestra mirada la han educado la televisión o la publicidad, si los grandes maestros de la pintura o el cine o los pedestres catálogos de ropa y accesorios de moda.
En
el budismo se asegura que la iluminación puede arribar en cualquier momento, en
las condiciones menos esperadas, ese instante en que súbita e inadvertidamente
entendemos algo que no tiene ninguna relación con lo que estábamos haciendo (o
sí, puesto que no pudo suceder de ninguna otra forma) y que de la nada nos
revela un conocimiento que por íntimo nos parece vital e insoslayable.
Pero
incluso sin imputarle un sentido espiritual a este fenómeno que probablemente
sea solo psicológico, aun así es posible añadir una categoría conceptual a la
simple fisiología de los impulsos químicos y las reacciones neuronales y decir,
por ejemplo, que ese momento de iluminación o de epifanía también puede
entenderse como el reconocimiento repentino de la belleza, la experiencia
estética que se presenta también en circunstancias cotidianas y no únicamente
cuando participamos de una obra de arte.
Escuchamos la risa de un niño o la
caótica armonía de los sonidos callejeros, aspiramos la fragancia de una flor
que no vemos y solo percibimos por su aroma, una definición sucesiva y sensual
de la felicidad se desarrolla en nuestra boca cuando probamos algo que nos
complace y, en todos estos y otros casos, sentimos que realmente la vida la
pena ser vivida, que la belleza recorre secretamente el mundo aunque se muestre
solo azarosa y caprichosamente.
Esta
es, en efecto, una manera más laica y hasta racional de admitir la posibilidad
de iluminación en nuestra vida diaria y mundana, pero que, después de todo,
tiene una desventaja con respecto a aquella de otra con sustento doctrinal. En
el caso de una escuela espiritual, hay preceptos que dan sentido a dicho acontecimiento
mental, procedimientos para discriminar la revelación efectiva, auténtica, de
un posible autoengaño meramente ilusorio. En otras palabras, el mismo sistema
conceptual de una religión o doctrina espiritual establece las pautas para
identificar una experiencia de este tipo.
¿Pero
qué pasa cuando la doctrina desaparece? ¿Ese vacío se llena de alguna forma?
Mi
hipótesis es que sí, se llena, pero lo que es importante hacer notar es que con
cierta frecuencia esto ocurre sin que nos demos cuenta de ello, sin que
tengamos conciencia plena de los contenidos que se encuentran en nuestra mente
y con los cuales juzgamos y entendemos ciertas situaciones. Pongo dos ejemplos.
El
primero, que noté hace ya un tiempo, lo descubrí durante una época en que
acostumbraba transcribir los sueños que recordaba al despertar. A veces, sea
por los mecanismos de la represión estudiados por Freud, sea porque de verdad
no hay manera en que el sueño sobreviva íntegro al abrupto tránsito hacia la
vigilia, o por otras razones que ignoro, llegaba a un punto del relato en que
continuaba casi automáticamente pero con la certeza de que aquello ya no
pertenecía absoluta e incontrovertiblemente al sueño, que se trataba de un
recuerdo espurio o, mejor dicho, de una adición extraña, entrometida,
proveniente de una región ajena. Sentía entonces que mi mente llenaba dichos
vacíos tomando prestadas escenas colegidas a partir de otros contenidos: mis
lecturas, las películas vistas, las series de televisión frecuentadas, etc.;
casi siempre inclinándose por la resolución simple y siempre a la mano del
lugar común.
El
segundo ejemplo, que fue además el pretexto para poner en el papel estos
pensamientos, me ocurrió apenas la mañana de ayer. Todos los días, entre las 10
y las 11, la luz del sol entra de lleno por la ventana que queda frente a la
mesa donde habitualmente escribo. Todas las mañanas, y gracias a una suerte de
gota prismática que recibí como regalo, dicha luz se descompone en el espectro
del arcoíris que se multiplica en decenas de manchas policromáticas sobre las
paredes de la habitación donde trabajo. Pero la mañana de ayer hubo un cambio.
Cerca de mí había una botella cuyo líquido ocre echó sobre la superficie de la
mesa un reflejo melancólico, una instantánea mortecina que, quiso la casualidad,
estuviera completada por el reloj que había dejado ahí desde la noche anterior.
Fue inevitable entonces asociar la pequeña escena, sí, con un catálogo, esas
fotografías publicitarias que abiertamente buscan manipular nuestro gusto y
nuestra voluntad, sembrando en nuestra mente asociaciones falsificadas entre
los elementos visuales y ciertos valores como la elegancia o la distinción.
Así, un instante que parecía caracterizado por el descubrimiento imprevisto de
la belleza, quedó pronto reducido a un pedestre cliché publicitario.
Antes
la transcripción de sueños me hizo preguntarme por las narrativas que
reproducimos cuando, al escribir, nos quedamos sin recursos propios y quizá
involuntaria o inconscientemente, recurrimos a lo que sabemos pero, parodiando
la fórmula lacaniana, no sabemos que sabemos. Por el incidente con la botella
de whisky y el reloj quisiera saber ahora quién ha educado mi mirada, si el
cine o la televisión o la revisión esporádica de obras pictóricas reputadas y
prestigiosas, si los catálogos que alguna vez he hojeado y que parecen ser
suficientemente efectivos para quedar impresos en la mente y la memoria, si las
revistas de moda o los incontables e inevitables anuncios comerciales vistos a
cada momento, todos los días de mi vida.
Recurrí
al cariz espiritual de la iluminación porque, me parece, es el que mejor
contraste ofrece a este fenómeno cognitivo y epistémico. Como sabemos (o nos
han dicho), la nuestra es una época en que los grandes relatos han perdido el
prestigio de antaño, en que el descreimiento parece la norma, guiarse por nada
más que las supuestas certezas personales.
Sin
embargo, este hecho mínimo y quizá insignificante ―la posibilidad de la
revelación súbita― nos hace ver que, después de todo, es posible que dichos
discursos hegemónicos y homogeneizantes no estén del todo deconstruidos y
sepultados y que, por el contrario, paradójicamente, la proclama de su
obsolescencia sea en sí misma la única gran narrativa superviviente ―que no es
otra más que la misma de siempre: la de la alienación y el enajenamiento.
Por: Juan Pablo Carrillo Hernández
Fuente: PijamaSurf
En Faena Sphere: ¿Por qué no alcanzarás
la iluminación?
Twitter de autor: @saturnesco
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